José Luis Trullo.- Hace mucho tiempo que tengo en la cabeza la imagen del libro como un altar portátil. Como éste, guarda lo sagrado en su interior, y sólo se abre para una única persona; como él, también, tiene el tamaño adecuado para acompañar a su propietario y brindarle, cual filacteria, la conciencia íntima de una pertenencia trascendente. Estamos hablando, por supuesto, no de un libro cualquiera, ni de una lectura como mero pasatiempo, sino de esa experiencia (cada día, más rara) por la cual un sujeto entra en comunicación con otro a través de unos signos impresos, y ambos con el infinito gracias a ellos.
En este punto es donde la comunión entre el libro y el altar portátil se hace más evidente. La experiencia de la lectura tiene mucho de oración, y ésta de recitado volátil, aéreo y sublime de un texto invisible. Si pudiera ilustrar con una sola estampa la idea a la que le vengo dando vueltas, plasmaría la de una llama emanando de una urna oscura. En su interior, este cofre o arca asume la relevancia de un agujero negro en el cual, oh paradoja, bebe la luz. Como un espejo invertido, absorbe todo lo que se le da y devuelve, estilizada, una voz filtrada y evanescente. Se diría que, en esta lectura-oración del libro-altar, el sentido se transustancia y todo recobra un volumen que el roce diario con las aristas de la vida había acabado por limar.
De ahí que me horroricen las lecturas públicas, los rapsodas y esa miríada de actos culturales que nada tienen de cultuales, sino en cierto modo de profanación de la ceremonia solitaria que implica toda lectura-escritura.
En este punto es donde la comunión entre el libro y el altar portátil se hace más evidente. La experiencia de la lectura tiene mucho de oración, y ésta de recitado volátil, aéreo y sublime de un texto invisible. Si pudiera ilustrar con una sola estampa la idea a la que le vengo dando vueltas, plasmaría la de una llama emanando de una urna oscura. En su interior, este cofre o arca asume la relevancia de un agujero negro en el cual, oh paradoja, bebe la luz. Como un espejo invertido, absorbe todo lo que se le da y devuelve, estilizada, una voz filtrada y evanescente. Se diría que, en esta lectura-oración del libro-altar, el sentido se transustancia y todo recobra un volumen que el roce diario con las aristas de la vida había acabado por limar.
Vuelvo, pues, al altar como epítome del libro, y el libro del altar: en ambos espacios cerrados en el espacio y abiertos al tiempo, puede el sujeto cobrar constancia de su auténtica vocación orientada hacia lo indeterminado. Mientras que el tráfago cotidiano con nuestros convecinos parece empeñarse en tirar de nosotros hacia abajo, la lectura como oración nos eleva y nos desplaza para, por fin, brindarnos un lugar en el que ser plenamente, sin concesiones mezquinas que acaban con nosotros por los suelos.
En estos tiempos de pantallas parpadeantes, el libro brinda el último refugio para unos ojos sometidos a un continuo asalto sensual y emocional. El día en que sus cubiertas se nieguen a franquearnos el paso, o nosotros le demos definitivamente la espalda, no habrá concluido únicamente una etapa en los modos de difusión cultural, sino toda una forma de ser y estar en el mundo. Y me temo que la que le suceda no será precisamente mejor...
(En la foto: libro-altar de Felipe el bueno).
(En la foto: libro-altar de Felipe el bueno).